El amor de madre convence más si Leïla Bekhti lo interpreta
ÉRASE UNA VEZ MI MADRE | CRÍTICA

La ficha
*** 'Érase una vez mi madre'. Comedia dramática, Francia, 2025, 103 min. Dirección y guion: Ken Scott. Fotografía: Guillaume Schiffman. Música: Nicolas Errèra. Intérpretes: Leïla Bekhti, Jonathan Cohen, Sylvie Vartan, Milo Machado Graner, Jeanne Balibar.
Años sesenta. Esther tiene un hijo afectado por una malformación que le impedirá caminar sin ayuda. No es la mejor situación de partida para una modesta familia judeo-marroquí con seis hijos que sobrevive en una modesta vivienda social de la periferia parisina. Pero la madre tomará la decisión, contra viento de diagnósticos y marea de resignaciones, de que algún caminará y tendrá una vida mejor que la de sus padres. Conseguirá las dos cosas: caminará y se convertirá en una estrella mediática. Sobre la base de esta historia real el director franco-canadiense Ken Scott construye una amable y tierna película que es un canto a las madres (lo que no está de más en los tiempos que corren, poco dados, al menos mediáticamente, a la Nilovna de Gorki o la Beth Morgan de Ford) y a la superación.
El guión se basa en el bestseller autobiográfico del abogado, escritor y showman radiofónico y televisivo Roland Pérez. Tan cómodo en las películas de buen rollo o feel good movies (Sticky Fingers, Starbuck, ¡Menudo fenómeno!, De la India a París en un armario de Ikea) como torpe cuando se quiere apuntar a la comedia gamberra (Negocios con resaca), Scott sortea los arrecifes del buenismo ternurista, con los que a veces choca, sin que la película se hunda gracias sobre todo a las interpretaciones de esa grandísima actriz que es la franco-argelina Leïla Bekhti, descubierta para el gran público por su excepcional trabajo en La fuente de las mujeres (Mihaileanu, 2011), Milo Machado Graner, ese joven y excelente actor que conocimos en Anatomía de una caída (Triet, 2023) y ese gran intérprete de comedia que es Jonathan Cohen interpretando uno y otro a Roland niño y adulto.
Ellos ponen una fuerza y verdad (no basta, en cine, que una historia sea real para que resulte verdadera) que apuntalan los desfallecimientos sensibleros del director. Mejor en su primera parte (la infancia) que en la segunda (la adultez), cabe destacar la buena recreación, como telón de fondo, de un París que va de los años 60 al presente.
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