EDITORIAL
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Editorial
El Gobierno logró sacar adelante el mes pasado en el Congreso el decreto que reforma la Ley de Extranjería para obligar a que las comunidades autónomas acepten el traslado de menores inmigrantes en situaciones de emergencia, como la que sufre desde hace meses Canarias. Allí ahora mismo viven unos cuatro mil menores en condiciones no deseables, según las ONG y el propio Ejecutivo de las islas. El nuevo marco legal se aprobó con el rechazo de PP y Vox, pero aplicarlo no resulta una tarea sencilla. Varias regiones se resisten, hasta ahora, a facilitar los datos actualizados del número de niños y adolescentes que atienden. El mecanismo de reparto que se ha determinado analiza factores como los datos poblacionales y económicos de cada territorio. Pero también, para asignar la cifra final que corresponde a cada autonomía, la Administración central estima cuál sería el número ideal de camas de acogida que debería disponer cada sistema. Más allá del grado de ocupación que soporte. La semana pasada expiró el último plazo para informar de cada escenario. Aragón no lo hizo y Madrid espera a que se pronuncie el alto tribunal de su comunidad, tras impugnar la orden estatal. No parece fácil alcanzar un acuerdo que permita poner fin a este grave problema. Se trata de menores. Es lógico exigir a todas las autonomías un mínimo grado de solidaridad. La proximidad a una frontera no puede deparar que se descargue sin más una responsabilidad a las autonomías que no les corresponde. Tampoco el Gobierno central puede lavarse las manos con la asignación de 150 euros por persona y día. Hay mucho más en juego que una mera transacción económica de servicios. Los jóvenes inmigrantes de hoy se convertirán en adultos. Hay que asegurar que se produzca una adecuada integración en la sociedad. Los beneficios futuros serán para ellos y para todos.
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