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Celebré aquí por todo lo alto que el Rey haya concedido nuevos marquesados. Entre otras ideas, destacaba que, con independencia de los agraciados, era un alivio que el Jefe del Estado reconociese el mérito. Un amable comentarista recogió el guante y aplaudió la idea (de la Casa Real) porque “un Estado no puede limitarse a castigar”. Esta idea, por cierto, viene de lejos. La dijo Quilón de Esparta, que consideraba que la cosa pública sólo se sostiene bien sobre dos piernas sólidas, la del premio y la de pena.
El comentario me sirvió, sin embargo, para caer en la cuenta de lo mal que estamos. No es sólo que en España no se premia apenas nada, con la excelsa excepción de estos marquesados. Las medallas al mérito civil se las dan los políticos a los políticos, esencialmente. Y no hablemos ya de los incentivos a las familias numerosas o al trabajo, que antaño sí, y hogaño ni de broma. Con la natalidad hundida, el abandono premial de las familias clama al cielo: ni medallas ni hidalguías de bragueta ni exenciones fiscales ni reconocimientos en la Seguridad Social ni precios adaptados de energía o de agua en los hogares ni nada.
Pero Quilón precisaría que España tiene una cojera de ambas piernas. Porque tampoco se castiga a los delincuentes. De la cárcel salen al rato de entrar, si es que entran. Crímenes espantosos conllevan penas de broma. Las amnistías (también de políticos a políticos) están a la última, los aforamientos campan a sus anchas y a los terroristas les bailan el agua y el aurresku. No hay premio, no, ni castigos.
¿Qué hay entonces? Impuestos. De todos tipos: a la renta, al consumo, tasas, multas, inflación, deuda pública y contribuciones. Con la clase media sí que es implacable la ley. Estamos ante un Estado fallido, que ni recompensa a sus modelos morales y cívicos ni tampoco persigue a sus corruptos, a sus terroristas ni a sus delincuentes comunes. Está reconcentrado en recaudar.
Quizá mi optimismo me ha estado engañando hasta ahora. Y me he especializado en exigir el reconocimiento a los mejores. Hoy reconozco que la cojera es absoluta y ambidiestra. Hay que exigir también la sanción a los peores. Y la liberación de los medianos. Si no, estamos abocados a sentir el Estado como una banda de opresores. Opresores cojos, pero raudos, que caen sobre nosotros.
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