EDITORIAL
El PP aclara, a medias, su estrategia de pactos
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Las últimas revelaciones sobre la existencia de una trama corrupta en el Ministerio de Transportes desde que Pedro Sánchez se hizo cargo de la Presidencia del Gobierno, que ha sido admitida por su primer titular, José Luis Ábalos, confirma que la lucha contra las prácticas irregulares en la Administración pública sigue siendo una de las asignaturas pendientes de la democracia española. Casi medio siglo de democracia no ha sido suficiente para erradicar unos comportamientos execrables que minan la solidez del sistema y constituyen un atentado contra el conjunto de la sociedad. Si la corrupción instalada en el mismo corazón de la política ha sido una línea de actuación que se puede seguir desde Felipe González a Pedro Sánchez, sin que los Gobiernos del PP o las autonomías de uno u otro signo hayan sido, ni mucho menos, una excepción, es porque ni han funcionado los mecanismos que teóricamente deberían haber dificultado la corrupción ni ha habido voluntad real de corregir esta anomalía. La pasividad de las diferentes administraciones ha sido, en este sentido, total. La lentitud exasperante de la Justicia española, la inoperancia casi total de organismos como el Tribunal de Cuentas o la falta de rigor de medidas como la declaración de bienes de los cargos políticos han contribuido a crear un ambiente en el que se tiene la sensación de hay una impunidad casi completa para los responsables de estas fechorías. La opinión pública asiste escandalizada al ruido mediático que se produce cada vez que se destapa un caso especialmente sangrante, como ocurre ahora, pero rápidamente lo da por amortizado, como demuestra la incidencia escasa que los expertos demoscópicos atribuyen a la corrupción en los resultados electorales. Aunque esto sea así, no cabe duda de que las cosas han llegado a un límite en que la adopción de medidas eficaces contra la corrupción es una necesidad urgente por la propia salud de un sistema democrático que sufre un deterioro insoportable.
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